Resulta imposible hablar de
la dramática coyuntura política que se ha configurado en el Ecuador con motivo
del Referendo y la Consulta Popular del 4 de Febrero sin que una palabra aflore
de inmediato en la conciencia (y en el ánimo) del observador: traición. Es un
término durísimo por su mayúscula inmoralidad. Ese enorme humanista que fue
Shakespeare hizo de la traición objeto de innumerables reflexiones en su
voluminosa producción literaria. Pero fue en Macbeth donde el tema se convirtió
en el hilo conductor de la obra. Y allí la traición aparece como el reverso de
una pasión enfermiza e incontrolable: la ambición y junto a ella la envidia y
una mal contenida rivalidad que irrumpe de súbito ni bien las condiciones son
propicias.
Podrá argüirse, ¿traición a
qué, o a quién? ¿A qué? Nada menos que a la mayoría del pueblo ecuatoriano que
votó por un candidato que se presentaba como el continuador de la Revolución
Ciudadana, un proceso de transformaciones profundas que cambió radicalmente, y
para bien, a la sociedad ecuatoriana. Moreno perpetró una estafa electoral,
como la de Mauricio Macri en la Argentina, e incurrió en una malversación de la
confianza en él depositada por la ciudadanía que lo hizo presidente.
¿Debería
el pueblo ecuatoriano depositar su confianza en las promesas de un personaje
que ya lo traicionó una vez? ¿Por qué no habría de reincidir en su deshonesta
conducta? Por supuesto, como todas las creaciones históricas, la Revolución
Ciudadana tuvo sus contradicciones, sus grandes aciertos, sus errores y sus
asignaturas pendientes. Pero la dirección del proceso era la correcta y el
imperialismo y la derecha ecuatoriana no se equivocaron al transformar a su
líder, Rafael Correa, en la bête noire no sólo del Ecuador sino de la política
internacional. Traición al pueblo que lo votó, al partido que lo postuló para
la presidencia y también a Rafael Correa, de quien Lenín Moreno fue su
vicepresidente y muy estrecho colaborador, dentro y fuera del país, durante
diez años. Traición por atacar a un personaje de quien hablaba puras maravillas
durante la campaña electoral que lo proyectó al Palacio de Carondolet y en cuya
enorme popularidad se apoyó para prevalecer en el muy reñido balotaje. Éste
tuvo esas características porque ya desde la campaña de la primera vuelta la
derecha local e internacional, los partidos del viejo orden, las cámaras
empresariales y toda la oligarquía mediática en Ecuador y en el extranjero
denunciaban que el fraude se habría perpetrado por el Consejo Nacional Electoral
en la fase previa a los comicios y que se continuaría el día de la votación y
en los posteriores mientras se practicara el recuento de los votos. Una
acusación completamente infundada (como se demostró en la reunión de los
representantes de CREO-SUMA, la fuerza política que postulaba a Guillermo
Lasso, con los observadores internacionales invitados para monitorear el
proceso electoral). Algunos de estos, para nada simpatizantes del gobierno de
Correa, estallaron de indignación ante la catarata de falsas impugnaciones
motorizadas por los partidarios de Lasso y amplificadas extraordinariamente por
los “medios independientes”. En la citada reunión con la gente de CREO-SUMA uno
de los observadores puso punto final a las críticas diciendo: “no queremos chismes,
aporten datos concretos”. Nunca lo hicieron y jamás formalizaron una denuncia
concreta ante el Tribunal Contencioso Electoral. El objetivo de esta estrategia
difamatoria era muy claro: deslegitimar el previsible triunfo de Moreno en la
primera vuelta, debilitar de antemano su gobierno y ablandar el espíritu del
nuevo equipo de gobierno en caso de que el candidato de la derecha Guillermo
Lasso fuese derrotado en la segunda vuelta. Pese a lo absurdo e infundado de
esas acusaciones de fraude lo cierto es que hicieron mella en la frágil
contextura política de Moreno y en su entorno, quienes relegaron a un papel
subordinado y menor a Alianza País, una organización política que había dado
sobradas muestras –¡victoriosa en catorce procesos electorales- de su eficacia
como maquinaria electoral.