Por Rafael Bautista S., Resumen Latinoamericano, 29 enero 2018. El concepto “revolución de colores” es medianamente novedoso en
política. No es precisamente un concepto que nazca en la teoría política sino
que proviene del ámbito militar. Es un componente estratégico de las “guerras
de cuarta generación” y está diseñado para implosionar procesos democráticos
inconvenientes para la hegemonía gringa. A diferencia del “golpe suave”, no
depende de la injerencia directa o de una orquestada propaganda mediática
(exterior e interior) que interpele a las propias instituciones, para hacerlas
patrocinadoras y ejecutoras de una destitución gubernamental. Una “revolución
de colores” acude a factores mucho más complejos y que precisa, no sólo de un
conocimiento detallado de la realidad política y del bloque en el poder, sino
de la posibilidad de interferir en la propia gestión gubernamental para minar,
desde adentro, la legitimidad que le sostiene. Por eso es conceptuada como una
“revolución”, porque aparece y se desarrolla mediante una “transferencia de
legitimidad”, que crece inversamente proporcional a la pérdida de legitimidad
del gobierno y que es, en última instancia, lo que acaba ungiendo a la
oposición con un aura democrático y revolucionario.
Pero el contexto actual y su hiper-complejidad hace que, la
implementación metódica de estas figuras puedan entremezclarse, generando
escenarios de multi-dimensionalidad, cuasi imposibles de comprensión en el
análisis político usual. Ya no estamos en el siglo XX para confiar en
diagnósticos simples, lineales causa-efecto. Tampoco los procesos que vivimos
pueden explicarse al modo del análisis periodístico. Gran parte de la confusión
reinante proviene de la miopía intelectual (oficialista y opositora) que se
empecina en ver los hechos de modo fragmentado y pretender explicar un fenómeno
con otro fenómeno. Ya el análisis se queda impotente a la hora de ver el uso de
medios inusitados, recreados de modo local y dislocando eficientemente un
proceso democrático, sin poder reconocerlos anteladamente y resignándose a su
implementación creciente.
Lo cual se agrava cuando advertimos que, ya no se trata del simple
remplazo de gobiernos sino de la condenación de países y regiones enteras al
limbo del caos generalizado, una vez que se halla en marcha una reconfiguración
geopolítica del mapa global, acelerada, a su vez, por el agotamiento de los
recursos energéticos. El Imperio en decadencia opta también por la
sobrevivencia en un nuevo orden tripolar y por ello promueve
desestabilizaciones en regiones geoestratégicas para diseminar el llamado “caos
constructivo”, amenazando a las potencias emergentes (cuando estas regiones
hacen frontera con esas potencias) y a gobiernos que puedan aspirar a salirse
de su esfera de influencia.
Las formas de dominación que se habían desarrollado en el siglo XX y
que, además, habían impulsado las instituciones globales, se hallan
completamente deslegitimadas; lo cual precisa una más sofisticada
resignificación y restauración de las relaciones de dominación global
centro-periferia. Las formas pasadas de intervención política y militar son
difíciles de reditarse de modo directo; por eso ahora, “las formas indirectas”
son las que se desarrollan y están dirigidas a restituir las áreas de
influencia gringa, que la aparición del fenómeno BRICS había comenzado a
disipar. Esto empieza en el Medio Oriente donde, precisamente, se hallan las
mayores concentraciones de recursos hidrocarburíferos. La creciente demanda del
primer mundo –y ahora de las potencias emergentes– de energía, es el contexto
de las disputas globales en torno a la dislocación del tablero geopolítico que
había promovido Occidente, es decir, USA y Europa.
En Venezuela son obvias las razones geopolíticas que pesan en los
intentos desestabilizadores que se operan desde afuera. Allí se vio, en abril
del 2002, una forma clásica de “golpe suave”, cuyo antecedente ha sido algo que
la izquierda latinoamericana nunca ha sabido comprender: el golpe de Estado a
Salvador Allende (que fue el laboratorio de todas las formas de injerencia que
vemos hoy actualizadas). Hoy el “golpe suave” no basta, porque el interés ya no
radica en la sustitución gubernamental sino en la destrucción de toda posible
democracia popular. Por eso, ingresando en el capítulo boliviano, lo que se
puede advertir de mejor modo, son los factores conducentes que operan para
producir una “revolución de colores”.
No se trata de una clásica operación externa sino de un operativo
provocado desde adentro. Es desde adentro que se generan las condiciones para
implosionar una estabilidad política, como condición del “caos constructivo”
que se impone como la nueva fisonomía que adquiere un país sin más remedio que
la intervención. Ahora bien, ¿cómo desde adentro se provoca una implosión? Para
ello cabe hacer hincapié en el concepto de colonialidad, porque para explicar
el por qué de la connivencia entre intereses externos e internos, debemos
mostrar la diferencia entre el colonialismo clásico y esta nueva forma de
dominación que ha producido el mundo moderno.
No se trata de una mera tributación económica porque, si de tributación
hablamos, lo que la periferia tributa es, en definitiva, voluntad de vida.
Cuando, por ejemplo, se habla de colonialidad del poder, no se tiene en cuenta
que la periferia es la que cede voluntad de poder al centro, de modo que el
poder real mundial es producto de ese acto de transferencia unilateral que hace
la periferia a un centro cuyo poder es producto de esta renuncia que hace la
propia periferia. Por eso podemos hablar de “Estado aparente”, porque su
soberanía es sólo formal, cuando transfiere soberanía real al centro. Son las
elites las encargadas de esta transferencia, porque son precisamente
formateadas en la dependencia al centro, incluso la “elite revolucionaria”. A
eso llamamos “colonialidad subjetivada”; porque esa dependencia se encuentra ya
naturalizada y consiste en aspirar a ser como el centro, es decir, a renunciar
a ser centro de sí mismo y condenarse a ser “conciencia satelital”, o sea,
“periférica”. De este modo, el centro halla, en esa suerte hasta fatídica, el
mejor modo de reponer su hegemonía desde el propio ámbito periférico.
Entonces, en el caso boliviano, no es precisamente la derecha (como
brazo político de la oligarquía y de la hegemonía gringa), la gestora de una
situación ideal para la aparición de una “revolución de colores”, sino que son
las propias contradicciones gubernamentales las que nos arrinconan a una
situación, ya no sólo de repliegue popular sino de “transferencia de
legitimidad”. Es decir, si desde los inicios del “proceso de cambio”, la
legitimidad se había constituido en patrimonio popular, cuando ésta es
apropiada por la derecha es entonces cuando la insurrección oligárquica
recupera vitalidad, porque la condición de legitimidad que se le ha transferido
es lo que puede reorganizar ahora al conjunto de las oposiciones en un cuerpo
unificado. Se puede decir que, en este sentido, la insurrección oligárquica ya
no necesita de la oligarquía como actor visible sino que la clase media y hasta
sectores populares se convierten en el contingente de arremetida social que provoca
la desestabilización necesaria para generar caos.
Esto empieza desde el gasolinazo del 2010, pero se agudiza con el
conflicto del TIPNIS el 2012. Allí se produce –usando la terminología del
vicepresidente García Linera– una “bifurcación” en el propio gobierno, porque
desde entonces, las banderas de “defensa de la Madre tierra”, el “vivir bien”,
la “descolonización” y “lo indígena” son, paulatinamente, cedidos
por un gobierno que, cuanto más se aleja del horizonte plurinacional, más
legitimidad transfiere a los actores que se empoderan de modo creciente. De ese
modo el gobierno y el MAS van, poco a poco, enajenándose del espíritu que les
había conferido una legitimidad novedosa en el campo político (la lucha
política había incluido un nuevo actor que lo indígena instaló como
reivindicación histórica: lo nacional-popular se había hecho telúrico, o sea,
la política debía resignificarse desde lo ecológico).
Lo novedoso y lo singular del proceso boliviano, que era lo que confería
de sentido trascendental al nuevo Estado plurinacional que se quería
constituir, era a lo que se renunciaba y dejaba a la administración
gubernamental reditar un otro ciclo estatal, dentro de los márgenes de acción
que la sustancia liberal del Estado colonial pudiese permitir. Esto quería
decir que, la propia dirigencia gubernamental, renunciaba al sentido mismo del
cambio y, de ese modo, reponía a un espíritu señorial que, inevitablemente,
iría a “normalizar” la gestión estatal, una vez que lo plurinacional se
condenaba a constituirse en mera retórica demagógica.
Pero, con esto, no sólo el gobierno se enajenaba de la nueva legitimidad
sino que dejaba al pueblo huérfano de la mística que había hecho posible su
reconstitución en sujeto histórico y que inauguraba la posibilidad de producir
un nuevo concepto de lo político y lo democrático. Por eso la oposición
empezaba a apropiarse del lenguaje plurinacional de modo instrumental para
vaciar definitivamente al pueblo de un discurso necesario para su
reconstitución en sujeto político. O sea, no es la astucia de la derecha sino
la renuncia que hace el propio gobierno del carácter plurinacional que debía
ser su nueva sustancia política, lo que promueve la articulación de la derecha
en oposición democrática (siendo ahora lo democrático patrimonio del bloque
opositor).
Esto significa la renuncia a lo político y la capitulación a lo
económico. Otra vez y como una maldición, lo político se hace un subsidiario
del poder económico y sus necesidades. Pues si todo consiste en sólo “hacer
buenos negocios” o subordinar las expectativas populares a las necesidades de
la economía del crecimiento (que la crisis climática se encargó ya de poner en
crisis), entonces ya no podemos hablar de un nuevo proyecto político, o de una
economía para la vida, sino de que la política se hace, otra vez, un accesorio
procedimental de las prerrogativas del capital. La paulatina adopción de la
lógica que impone la inversión extranjera muestra cómo una economía es
moldeada, otra vez y sistemáticamente, en la dependencia.
Porque si de política hablamos, lo político de la existencia consiste en
hacer realidad el horizonte utópico que se propone un pueblo en cuanto sujeto
histórico; pero si ya no hay proyecto entonces la política se resume a ser una
mera agenciadora del orden vigente (lo cual se traduce en una mera lucha por el
poder). Por eso no es raro que, no sólo la derecha, sino hasta el gobierno
recurra repetidamente al argumento técnico en vez del político. Ambos se acusan
de hacer política y ambos reniegan de ello; lo cual muestra el abandono de lo
político y esto significa la confrontación, por eso podemos notar el alto grado
de déficit en la discusión, contaminada con la pura calumnia y la mentira, para
el festín del circo mediático. La renuncia a la política es, en definitiva, la
renuncia a la resolución racional del conflicto creciente.
Entonces, esto que representa el vaciamiento ideológico de una nueva
apuesta histórica es lo que sirve de caldo de cultivo de la reposición señorial
promovida por una directriz gubernamental que, renunciando al horizonte
plurinacional, vacía al propio pueblo del horizonte que se proponía en cuanto
sujeto histórico. De ese modo, la vuelta a la “normalidad” se describe en los
términos que la misma derecha esgrime: el cambio prometido nunca llegó sino
que, hasta la corrupción se apoderó del gobierno del cambio. Entonces, la
“transferencia de legitimidad” es lo que inicia la insurrección porque, además,
una vez que el pueblo se encuentra vaciado de su propia mística, entonces se
enfrenta a un bando conservador esgrimiendo sus mismas banderas, dejando al
pueblo en la impotencia de verse ahora bajo el estigma anti demócrata y
dictatorial.
Si el pueblo, en pleno proceso constituyente, hasta el 2010, era el
heraldo de la mística democrática (lo cual debía haber llevado a un nuevo
concepto de lo democrático), ahora se encuentra expropiado de su propia
creación y recluido a un papel secundario de mero obediente de una política
gubernamental que, para colmo, ya no muestra interés en reivindicar el horizonte
indígena que le garantizo llegar al poder (y eso lo demuestra el último
discurso del vicepresidente en el día del Estado plurinacional).
Lo que ahora permanece y delata una entusiasta asimilación a la cultura
política tradicional –que era lo que había que transformar–, es el puro cálculo
político de la acumulación de poder. Ello otorga a la derecha los argumentos
para denunciar todas las iniciativas oficiales –incluso las mejores– como un
accionar autoritario. Entonces, no es que la oposición descomponga el carácter
popular del nuevo Estado sino que es, desde adentro, que aquella descomposición
empieza a suceder. Lo que hace la oposición es atizar la desestabilización como
reflejo de aquella descomposición. Y éste es el escenario desde donde se hace
posible una “revolución de colores”.
Se llamaría así porque es promovida con toda la fisonomía democrática
que fue usurpada al pueblo; de este modo, los sectores contrarios a la nueva
Constitución y a los principios de una revolución democrático-cultural, se ven
en las mejores condiciones de recuperar el patrimonio estatal. Entonces se
puede provocar una insurrección señorial que puede movilizar grandes
contingentes de masa social para destruir un proceso democrático con banderas
democráticas y, de ese modo, inviabilizar una recomposición popular.
Esto quiere decir que, una “revolución de colores”, precisa generar su
legitimación desde la propia pérdida de legitimidad del gobierno; el modo de
esa transferencia es lo que garantizaría el éxito de la “revolución”. Por ello
los think tanks del Pentágono utilizan este concepto, aprovechando e
instrumentalizando el carácter popular-democrático de una revolución para,
mediante ella, reponer su hegemonía recuperando un sistema democrático útil a
sus intereses. Eso es lo que, a nombre de democracia, defienden los analistas
de la oposición (y hasta del gobierno): un concepto creado por la Comisión
Trilateral en la década de los 70 para, precisamente, acabar con toda
revolución popular (por eso, como en Brasil, hoy se pueden hacer hasta “golpes
democráticos”).
A nombre de la democracia, se puede acabar con la democracia y ese es el
propósito de una “revolución de colores”. Lo que llenaría de colores a esta
asonada contra-revolucionaria es el uso premeditado de símbolos que expresan
valores irrenunciables. Como el gobierno ya no es capaz de contener los valores
morales que la oposición esgrime ahora como su patrimonio único, entonces nos
encontramos ante una situación en la que hay buenos y malos, y los medios se
encargan de canonizar esta dicotomía belicosa. Por eso, para presentarse como
“revolución”, debe primero imbuirse de esa “legitimidad transferida” que ya no
puede recuperar el gobierno. Una vez que cede, mediáticamente, el patrimonio de
la agenda política a una oposición que ahora aparece investida del espíritu
democrático, es entonces cuando las contradicciones gubernamentales aparecen
hasta premeditadas (las “tensiones creativas” del vicepresidente) y tienden a
vaciar aún más la exigua legitimidad que tiene y ampararse sólo en la pura
legalidad (para la mantención exclusiva del poder), lo cual conduce,
inevitablemente, al uso de la fuerza coercitiva, como último recurso estatal.
Ahí es donde empieza la “revolución de colores”, haciendo de la derecha,
en la plataforma mediática, la nueva depositaria de la legitimidad usurpada al
sujeto del cambio. Lo que sale entonces a las calles, al enfrentamiento
violento, bajo la rúbrica de pueblo, no es un pueblo en tanto que pueblo,
porque esto significaría un sujeto histórico que apuesta por un nuevo horizonte
de vida, sino que, lo que ahora se constituye en actor empoderado, es un
contingente que defiende el orden hegemónico señorial, colonial y liberal y,
por ello mismo, hasta podría exigir una intervención imperial.
La oligarquía misma, bajo el paraguas mediático de una “revolución de
colores”, no puede constituirse en autora de la revolución, porque esa es una
de las condiciones para movilizar incluso a sectores populares y congregarlos
en una “multitud” “multicolor”, “diversa” y “pluralista” que le unifica sólo
una fijación: sacrificar al chivo expiatorio. Son las propias contradicciones,
al interior del bloque oficialista, las que inclinan las expectativas sociales
a una apuesta conservadora porque, además, aquellos desvaríos son acompañados
por un paulatino abandono de lo que generó, en el pueblo, un nuevo horizonte de
creencias. El bloque en el poder se hace conservador y aparece una elite que se
constituye en sujeto sustitutivo del sujeto plurinacional.
Este sujeto sustitutivo impone su manera de entender el “proceso de
cambio” y establece un culto a la personalidad como garantía de una fidelidad
que sustituye al proyecto por el líder. Pero con aquel culto no hace sino
vaciar de legitimidad al líder y convertir su liderazgo en una aventura
personal. Inventa el “evismo”. Es decir, diluye en el líder toda la
significación del “proceso de cambio”, convirtiendo al cambio en la extensión
de un ego que ya no responde a nada sino a sí mismo. Lo que llamamos “llunquerío”
es la obediencia tributaria que ahora no sólo des-constituye al líder sino al
pueblo mismo. Ya no hay relación crítica con el líder y, sin ésta, el líder ya
no se relaciona con el pueblo como sujeto. Las dirigencias asumen una
verticalidad análoga, porque lo sagrado de la política ha sido abandonado y, en
consecuencia, todo se corrompe. Todo se resume a defender el poder logrado. Una
vez diluida la mística y el espíritu –lo sagrado de la política–, del cual era
depositario el pueblo como sujeto histórico, lo único que queda es el poder y
el cálculo político. La revolución popular se aburguesa, entonces el bando
opositor puede decir: “son como nosotros, iguales o peores”.
Se genera una elite que se constituye en círculo concéntrico en torno al
líder. Una vez que se ha abandonado el horizonte del “vivir bien”, la mística y
el espíritu plurinacional, lo único que queda es el culto al líder. La
fidelidad ya no es a un proyecto sino a la permanencia de la figura entronizada
y esto termina no sólo reduciendo al pueblo sino al mismo líder, pues esto
conduce a sumirlo en un solipsismo irremediable. Esto empieza con el llamado al
referéndum del 21 de febrero de 2016.
Desde allí aparece una empecinada tarea de minar el liderazgo, pues toda
opción se reduce a una y ésta consiste en el sacrificio del líder. El círculo
se cierra en torno a la figura presidencial, porque ésta es la única garantía
de la permanencia de ese círculo; de ese modo, el sujeto sustitutivo provoca el
desgaste permanente del líder. Por sublimarlo terminan por sacrificarlo.
El referéndum era anacrónico y aquella tozudez sólo denotaba una
insistencia que iría, en lo sucesivo, mermando y desgastando aún más la figura
presidencial. Si hacemos un poco de recuento, podríamos advertir que fue en las
“mesas de concertación” del 2010 (la “negociación” entre gobierno y derecha
para aprobar el texto constitucional), donde aparece la negativa a una
re-elección. El gobierno no fue capaz de esgrimir, aquel entonces, un argumento
que mostrase el carácter chantajista de la derecha, porque la derecha
condicionaba su aceptación con un requerimiento dirigido a un alguien señalado
como “el causante de todo”; esa miopía hizo carne en el gobierno y en el MAS,
porque, en efecto, todo empezó a concentrarse en el señalado por la derecha.
Cuando después el gobierno, en el segundo mandato, se jacta de haber promovido
una trampa a la derecha, da la razón a los chantajistas y el presidente aparece
como el único tramposo.
Entonces, las expectativas populares empezaron a diluirse cuando el
gobierno del cambio adoptaba la política tradicional y generaba un giro
conservador. Bien podía el gobierno, en aquel entonces, proponerse honestamente
constituirse en un gobierno de reconstrucción nacional (lo cual debía
traducirse en una reforma moral) y plantear una continuidad de largo aliento en
el liderazgo gubernamental, como sucedió, por ejemplo, con la reconstrucción de
la Alemania post-segunda guerra (donde Konrad Adenauer fue canciller 14 años).
Pero la falta de visión, con el paulatino abandono del nuevo horizonte utópico,
hizo ya merma en la argumentación oficialista. Incluso, cuando gozaba el
presidente del máximo de popularidad, cuando era el momento oportuno de hacer
un lapso en la presidencia y hacer una retirada estratégica para volver por la
puerta grande (que es a lo que debiera siempre apostar un político), se
determina insistir en una irreflexiva re-postulación, incapaz de advertir lo
que eso traería. El tufo del poder ya no permitía visión estratégica.
Empezó un curioso proceso de desgaste, que ya parecía deliberado, y
bastante preocupante, que terminó por hacer de cada acto electoral un evento
plebiscitario. ¿Cómo, si no, se explica, por ejemplo, la sentencia del tribunal
constitucional a favor de la re-postulación del presidente, horas antes de la
elección judicial, como para detonar un repudio que se verificó en el
apabullante voto nulo?
El código penal tampoco se iba a salvar, aun cuando fuese perfecto,
porque ya todo se encontraba viciado del repudio a una nueva re-postulación del
presidente (que pasaba por alto un referéndum propiciado desde adentro del
gobierno, apelando al soberano, para desconocerlo después). Pues una vez
abrogado el código penal, la derecha admite que el código era apenas una excusa
y a lo que se apunta es, como en Brasil, a inviabilizar una nueva presidencia
de Evo. Es el propio MAS el que se mete en este entuerto, al sacrificar a su
principal ficha y mermar casi definitivamente una legitimidad que ahora hace
aguas. Sólo el “núcleo duro” del MAS apuesta por la continuidad, pero esta
apuesta ya no es meditada sino el resultado de la revancha irreflexiva; además
opacada por un desencantamiento creciente en las propias filas masistas, cuando
no sólo se ve una pérdida de sentido en la movilización popular sino en la
ratificación de actores ajenos al proyecto popular en puestos claves de
decisión.
EL “TERMIDOR” Y LA DESPOLITIZACIÓN DEL “PROCESO DE CAMBIO”
Ya hemos señalado la importancia de
la figura del “termidor” en el aburguesamiento de una revolución popular en
otro escrito (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=222945).
Por aburguesamiento queremos señalar el vaciamiento sistemático de los
contenidos alter-nativos que poseía el proceso boliviano. Ese vaciamiento no es
accidental sino premeditado y señala responsables, y tiene que ver con la
discrepancia entre el llamado socialismo del siglo XX y el “vivir bien”. Aun
cuando se proponga un nuevo “socialismo del siglo XXI”, su sola enunciación no
basta y lo que debiera ser una auténtica auto-crítica no es sino una
auto-afirmación de las mismas premisas que condujeron al fracaso histórico de
la izquierda. El “socialismo comunitario” oficialista, dista mucho de ser un
nuevo proyecto, siendo apenas una mixtura posmodernista, prescrita para los
oídos de una izquierda continental que, en las conferencias del vicepresidente
boliviano, se cura de la nostalgia pero no de la ortodoxia; pues festejan un
discurso que nunca cuestiona la idiosincrasia eurocéntrica de esa izquierda: la
singularidad del proceso boliviano no existe sino que pareciera que en Bolivia
funcionan todos los credos del siglo XX.
En ese sentido, ya no conviene centrarse en el último discurso
presidencial (en el día del Estado plurinacional) sino en el discurso del
vicepresidente. Porque allí vamos a encontrar el modo cómo procede el
vaciamiento de sentido histórico popular y que, en la coyuntura actual,
ratifica la “trasferencia de legitimidad” hacia una oposición que, empoderada
por la abrogación del código penal hecha por el propio Evo, tiene despejado el
camino para generar una “revolución de colores”, por medio de la negativa
ciudadana a una nueva re-postulación del presidente.
En aquél discurso se ha podido notar un viraje definitivo, que confirma
una ya desideologizada y despolitizada visión del llamado “proceso de cambio”.
Ese vaciamiento de contenidos es la culminación del abandono de “lo político de
una revolución”.
Cuando ya señalaba el vicepresidente (en una infausta declaración anterior)
que nos encontramos en “estado de guerra” y, en consecuencia, llamaba a
“defender el proceso de cambio a toda costa”, no hace sino confirmar una exigua
comprensión de lo político, típico de los términos hostiles de una realpolitik
que ya se creía superada. Porque, precisamente, la política, incluso en el puro
pragmatismo, es el desplazamiento de la guerra. Quien sigue pensando la
política como “la continuación de la guerra por otros medios”, es porque nunca
ha entendido en qué consiste lo político. Por eso hasta sus diagnósticos se
convierten en profecías de malagüero porque, si de “empate catastrófico”
hablásemos, es la “transferencia de legitimidad” la que habría logrado aquello,
como la confirmación de un premeditado accionar que horada las bases mismas de
legitimación popular del “proceso de cambio” y del supuesto gobierno del
cambio.
Lo que hace el discurso del vicepresidente es vaciarle al pueblo de la
mística necesaria que le había constituido en pueblo; cuando de lo que se
trataba, en plena asonada derechista, era de ungir al pueblo nuevamente con el
espíritu democrático y de reconstituir su politicidad de sujeto histórico. Y
esto pasa necesariamente por recuperar el horizonte indígena, que era la marca
país del proyecto que había generado tanta expectativa a nivel mundial. Pero,
con ese vaciamiento, porque en el discurso vicepresidencial no hay ya, una sola
mención, al “vivir bien”, o a la “descolonización”, menos a la Pachamama o al
Estado plurinacional, le transfiere a la oposición la mística de lo
democrático, empoderándola como abanderada de la democracia y dejando al pueblo
como un usurpador de aquello.
Un pueblo sin espíritu deja de serlo y cede su soberanía a la
recomposición del espíritu señorial que restituye la oposición. En el discurso,
como ya no hay ninguna mención al horizonte indígena-popular, todos sus buenos
deseos acaban siendo coherentes con cualquier política hasta neoliberal. Eso
demuestra que el viraje se concluyó y la propia derechización del gobierno es
ya patente. El ideólogo que debiera dar línea y recomposición al sujeto del
cambio, deja al pueblo huérfano de toda referencia trascendental y lo subsume
en las misma expectativas que cualquier proyecto neoliberal podría proponer.
Toda aquella apología de la tecnología actual (que Marx diría que no es
sino el componente orgánico del proceso de maximización de la tasa acumulativa
del capital global) muestra una ingenuidad sospechosa. La tecnología es una
mediación y nunca un fin. Quienes son ofuscados por lo tecnológico, no hacen
sino declarar su más exacerbado desarrollismo y su falta de comprensión de la
singularidad de un proyecto político que generó un nuevo desiderátum epocal y
que supo poner las cosas en su sitio. Las últimas tecnologías no son
precisamente las que nos van a salvar del desastre ecológico que se viene (es
más, habría ya que preguntarse: ¿entre tanta ciencia y tecnología, somos
mejores seres humanos?, ¿la tecnología nos hizo mejores personas?; más bien,
habría que señalar que, a mayor composición tecnológica, mayor devastación
natural).
Volver a lo natural no es un romanticismo ingenuo; en muchos casos ha de
ser la más sensata respuesta a la agudización de la crisis climática. Pero la
ceguera desarrollista, que es la formalización de la clasificación antropológico-racial
que produce la modernidad para legitimar sus pretensiones expansionistas, sólo
ve como posible lo que el desarrollo prescribe, dejando lo que podría
constituirse como independencia científico-tecnológica –la revalorización y
actualización de nuestro propio horizonte cultural y civilizatorio– como algo
cancelado por la carrera desarrollista (credo del capitalismo y de una
izquierda eurocéntrica).
La desideologización deja al pueblo inerme, sin contenido político y
sólo con el déficit democrático de quedar relegado a mero defensor de una
figura. Si el pueblo no es sujeto político entonces no es pueblo, pero si lo
político se reduce sólo a lo partidario, entonces todo se reduce a defender a
alguien y ya no a un proyecto de vida. Lo político es la clarificación
autoconsciente del proyecto que constituye a un pueblo en tanto que pueblo, o
sea, lo político debiera ser patrimonio de un sujeto constituyente autor de un
nuevo horizonte de vida.
La propia agenda gubernamental que declara el discurso del vicepresidente,
queda diluida en un mero decálogo prescriptivo que nos propone asumir al
componente orgánico del capital –la apología de lo tecnológico– como única
política estatal, y esto desnuda la ausencia de clarificación de un horizonte
alter-nativo. Hay que recalcar que, incluso, para ninguna potencia, la
tecnología constituye una política de Estado; porque lo gravitante en una
política de Estado consiste en clarificar el proyecto de vida propio y no una
mera apología de la ciencia y la tecnología, o del “progreso moderno” (que es
lo que precisamente ha puesto en crisis el calentamiento global). Ello no hace
sino descubrir al vicepresidente como un positivista más del siglo XIX.
El anacronismo se hace explícito cuando nos dice que “las nuevas obras
que nos demanda la población ya no significa más mano de obra sino uso
intensivo de tecnología”. Eso no sólo es un discurso demagógico dirigido a una
clase media que ya no ve en él un actor creíble, sino que posterga
definitivamente a los pobres de todo protagonismo en el proyecto que se
imagina; es más, requerir sofisticadas tecnologías significa comprarlas, o sea,
seguir siendo consumidores de un conocimiento que está diseñado para depender.
Si hasta ahora no se observa ninguna voluntad de revalorización de un
conocimiento dormido y nunca apreciado por la academia, como son los saberes
indígenas, resulta que ahora nos plantea el gobierno un abandono definitivo de
aquella esperanza. La ausencia del concepto “vivir bien” en el discurso del
vicepresidente no es casual; él mismo se encargó de excluir paulatinamente el
lenguaje plurinacional en su versión liberal de la política estatal; cuando nos
exige “colocarnos a la altura de la historia”, habla como el expresidente Mesa
cuando nos exigía “someternos al imperio de la ley”. Hasta Jürgen Habermas se
reiría de aquella encomienda, porque eso significa una relación
pre-convencional con la ley, donde hay ausencia de relación crítica y de
sujetos.
Para el vicepresidente, “colocarnos a la altura de la historia”
significaría que desistamos de toda recuperación cultural, que los logros
civilizatorios de nuestras culturas están condenados al puro pasado, o sea, que
lo nuestro ya no sirve para “desarrollarnos” (al modo euro-gringo-céntrico). Si
la tecnología deshumanizadora del primer mundo es la solución, entonces ¿de qué
“revolución democrático-cultural”, “des-colonizada”, promotora del indio como
“reserva moral de la humanidad”, de los “derechos de la Pachamama” y abanderada
del “vivir bien”, estamos hablando? Si todo fue un engaño, ¿quién nos engañó?
Ahora que la oposición se siente empoderada, el gobierno sólo sabe optar
por la beligerancia y esa parece ser la única carta que puede ofrecer el
“termidor” en su discurso. Pero hace del pueblo ya no un sujeto histórico sino
apenas un batallón de infantería. El sujeto sustitutivo conforma su cuartel
general en una guerra anunciada y pone como única bandera de lucha la defensa
de los generales.
El 2008 se pudo derrotar al golpe cívico-prefectural porque el pueblo
estaba imbuido de la mística democrática y constituyente; ahora es la derecha
la que tiene en bandeja de plata esa mística bajo la bandera democrática,
gracias a la “transferencia de legitimidad” que hace un gobierno que ha perdido
el horizonte plurinacional. Por eso en el discurso del “termidor” hay una
ausencia total de ese horizonte y eso constata que ese jamás fue el horizonte
que se propuso el “termidor” y nunca tuvo como propósito político estampar el
horizonte indígena-popular en la política gubernamental.
Si el pueblo recuperase su papel protagónico, tendría que tomar
consciencia de la usurpación que se hizo de una revolución popular;
produciendo, desde adentro, la contrarrevolución. Esto que se inicia a partir
del referéndum y en los sucesivos intentos de re-postulación, denota que, más
que errores, se trata de una meditada conspiración, desde adentro, para horadar
la legitimidad, ya no solo del líder sino del proyecto popular que éste
representa.
Continuamente, la elite gubernamental, ha dado las mejores muestras de
brindarle a la derecha argumentos para confirmar los prejuicios en contra del
gobierno, que se han ido restituyendo decisivamente gracias al accionar
mediático. Lo cual también manifiesta una ceguera en cuanto a política
comunicacional, que decepciona en cada episodio crítico (mientras toda la
mediocracia bombardeaba contra el código penal, los canales estatales y sus
radios estaban perdidos en el Dakar; el colmo sucede cuando, en horario
estelar, el canal estatal inaugura un programa conducido por uno de los
personajes más aciagos del racismo mediático). El gobierno carece de política
comunicacional y eso pretende subsanarlo con pura propaganda, pero ni con ello
remedia ese déficit.
La asonada social contra el código penal, muestra que, si se contase con
verdaderos operadores políticos, lo más adecuado, para prevenir el estallido de
un conflicto mayor, era socializar el código en todo el tiempo de su gestación;
además que ya teniendo un conflicto anterior con el sector médico, el gobierno
ya debía de entrar en cuenta que en ese conflicto hay un rehén de por medio,
que es la propia población. Si el gobierno se proponía enfrentar al poder que
tiene ese sector (que se atribuye además la salud como su propiedad privada),
debía primero proporcionarle a la población alternativas para no quedar como
rehén en medio del conflicto. La creación de clínicas populares, revalorizando
la medicina tradicional y alternativa, debiera de haber sido prioridad en un
gobierno que se propone reformar el sistema de salud.
La falta de política comunicacional merma toda recuperación política del
lado popular; si el canal estatal, los paraestatales y las radios oficialistas
no tienen la capacidad de responder a la asonada beligerante que provocan los
medios privados, eso devela una excesiva e ingenua confianza de la elite
gubernamental en apostar por el desgaste de los conflictos. Otra vez, eso no es
un simple error y ya huele a una rancia recurrencia al ninguneo de actores que
se hacen cada vez más beligerantes. El que ningunea es porque se cree
autosuficiente e infalible. Ese no es ni siquiera el “hombre nuevo” del que
hablaba el Che y menos el que se propone el “vivir bien” como horizonte de
vida.
La oposición y la derecha ya han declarado que el foco de la
movilización, que congrega una creciente masa social sobre todo citadina, es la
capitulación del presidente. Los resabios señorialistas de la movilización
dejan ver, de ese modo, que, en medio de un descontento social comprensible, se
cuela una repuesta insurrección señorial que atiza el conflicto mediante la
exacerbación del racismo implícito en las dirigencias que aparecen liderando a
la oposición. La fijación en el presidente es una fijación en lo que representa
y eso se nota en la intransigencia que también hace mella en la oposición.
El desprendimiento presidencial, que sería la mejor forma de descolocar
una insurrección de la oligarquía camuflada de “revolución de colores”, no es
lo que se ve y eso agudiza más la situación. Mientras la derecha ningunea al
núcleo duro de apoyo al presidente, que es la descualificación del pueblo como
actor político, lo cual provoca su señalamiento negativo por parte de un
radicalismo racista renacido; la elite gubernamental hace lo mismo con toda la
oposición, no sabiendo discernir niveles de conflictividad y de actores que no
pueden ser tratados con la misma vara. Todo eso no hace sino conducirnos al
estallido social, es decir, a una “revolución de colores”. Frente a eso, cuando
se debiera dar línea política estratégica de reposición hegemónica popular, el
“termidor” opta por el enfrentamiento. Quien nunca ha podido producir hegemonía
y tampoco ha permitido la politización del sujeto del cambio, es decir, la
constitución del pueblo en sujeto (porque sólo le interesó reducirlo a
obediente de los dictámenes de arriba) es quien se constituye en el “termidor”
que se dedica, para su propia desgracia, a restituir el Estado que quería
transformar. Si su proyecto de vida fue ser un viabilizador de la asunción de
un indio al poder, ahora reafirma que nunca creyó en el indio ni en lo que cree
el indio.
Los ingenuos y los oportunistas líderes de la oposición, tampoco se dan
cuenta que sus aspiraciones acabarán, si se concretara la insurrección de la
oligarquía, en la reposición de un orden que sí hará realidad sus miedos. Serán
barridos como simples peones de un juego que acabará con una más férrea
injerencia de nueva clase. Como en la Argentina de Macri, o el Brasil de Temer,
una reposición oligárquica-liberal conculcará la democracia y todas las
conquistas sociales y populares alcanzadas estos últimos años. Otra vez se
reditará el episodio del gobierno de Torrez, cuando la izquierda también
provocó el golpe militar.
No se dan cuenta que la derecha no actúa ni siquiera para sí misma y
que, en su debido momento, el componente fascista se impondrá y desplazará a
todos los ingenuos que, liderando interesadamente las marchas y los paros,
habrán servido, en bandeja de plata, el poder a la insurrección de la
oligarquía. El desenlace hasta burlesco que podría provocar la digitación
externa de una “revolución de colores”, para terminar por descomponer una
recomposición del campo popular, sería la entronización de otro indígena en el
poder (no en vano un ex vicepresidente indígena es el más entusiasta crítico
del gobierno), con la siguiente amonestación: “con un indio quisieron soñar en
cambiar todo, con otro indio les enseñaremos que nada se puede cambiar”. La
Paz, Bolivia, 28 de enero de 2018 Rafael Bautista S.
autor de: “Del mito del desarrollo al horizonte del vivir bien. ¿Por qué fracasa el socialismo en el largo siglo XX?” yo soy si Tú eres ediciones. Dirige “el taller de la descolonización”
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